Cacarear el huevo
Se ha vuelto
lugar común decir que México no crece, que los países de América del sur están
mejor que nosotros y que nuestro modelo de desarrollo ha fallado. Sin embargo,
un análisis desapasionado (que no pretende ser extensivo) muestra que las políticas
que se han aplicado desde hace aproximadamente 15 años nos han dado un periodo
de estabilidad macroeconómica y reorientación de capacidades productivas como
no lo habíamos tenido desde la época del llamado Desarrollo Estabilizador. La
ventaja ahora es que nuestra economía está más abierta, es más sólida que
entonces y tenemos un monto impresionante de reservas internacionales.
Por ejemplo,
ahora crecemos a un ritmo de alrededor de 3.5%. Aunque es deseable crecer más
rápidamente, casos como el argentino muestran que tampoco podemos crecer de
forma desbocada sin pagar las consecuencias. (Argentina, por cierto, este año
bajará su crecimiento de 9 a 2.2%, y eso con una inflación del 25% y un
creciente mercado negro de compra de dólares.) De los países de la OCDE, sólo
Chile nos superará este año en crecimiento.
Hemos
superado, durante este periodo, el peligro de la inflación, que hemos logrado
mantener en alrededor del 3 a 4% (recordemos que ésta es el impuesto más
regresivo por su incidencia en el poder de compra de los más pobres). Y
logramos recuperarnos con relativa rapidez de la crisis del 2008 (nuestro PIB
creció en 5.5% en 2010 y en 3.9% en 2011, después del desplome de 6.2% del
2009. Como dato adicional, la producción de EEUU todavía se encuentra 3.3% por
debajo del nivel anterior a diciembre del 2007). La pobreza alimentaria, que
había bajado hasta la crisis del 2008 y se disparó durante los dos años
posteriores, empieza a disminuir y todo indica que será de sólo un dígito en
los próximos años.
Todo esto sin
las temidas crisis de fin de sexenio que devaluaban el peso y daban al traste
con buena parte de los logros de los años anteriores.
El crecimiento
de México es hoy, también, mucho más sólido de lo que era hace algunos años:
nuestras exportaciones son fundamentalmente de bienes manufacturados (80% del
total), a diferencia de las de las economías sudamericanas, que crecieron sobre
todo gracias al boom de materias
primas alentado por las necesidades de China. El comercio exterior de México
representa hoy el 61% de la economía, a diferencia del 17% de hace 30 años.
Las reglas e
instituciones que nos hemos dado para el control del gasto público y la
relativa salud de las finanzas gubernamentales han hecho que nuestro déficit
fuera del 2.5% en el 2011 (contra, por ejemplo, un 8.6% en EEUU). Nuestra deuda
también está estable, en 27% del PIB, mientras la de Estados Unidos es de 98%,
por no mencionar a las de algunas economías europeas, de más del 100%.
En desarrollo
humano, el índice de México es mejor que el de los BRICs. En México hoy se
gradúan más ingenieros que en Alemania, Brasil o España. Y hay algunas ramas
manufactureras, como la automovilística, en que ocupamos el octavo lugar a
nivel mundial (por arriba de Canadá, Francia y España).
Nuestra
competitividad industrial, lograda con muchos trabajos y poco reconocimiento,
es la trigésima a nivel mundial según la ONUDI. Nuestra participación en el
mercado mundial es del 1.42%, sólo un poco por debajo de la brasileña y la
india (pero recordemos que también nuestra población es sustancialmente menor a
ambas), y nuestra economía la decimocuarta del mundo, con la undécima mayor
población.
Es cierto que
sin el boicot sistemático de los últimos seis años a todas las iniciativas de
reforma, estaríamos mejor. Pero pensemos en el esfuerzo que ha significado la
modernización del SAT en cuanto a las facilidades para realizar las operaciones
por internet, en la existencia de los Institutos de Transparencia que aseguran
que los ciudadanos puedan conocer el estado de diversos aspectos de la
administración pública, la simplificación de trámites como los de obtención de
pasaportes o de registro de empresas.
Desde luego,
esto no nos hace un país desarrollado. Pero no podemos ignorar los logros, y
tampoco debemos seguir viéndonos a nosotros mismos como un fracaso. Se dicen
muchas cosas en tiempos electorales, pero necesitamos empezar a entender
nuestras fortalezas para seguir construyendo sobre ellas, o terminaremos por
tomar decisiones que destruyan lo que hemos logrado.
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