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Tuesday, July 31, 2012

Traición en la aplicación de la ley


Sábado en la tarde, en una adormilada callecita donde hay dos o tres coches estacionados. Llega la grúa y engancha a su víctima. Corremos a rescatar el coche, aclarando que no estamos mal estacionados.

Hay un disco de no estacionarse.
¿Dónde?
Ahí, atrás del árbol.
Pero no se ve.
Eso es de la Delegación. Deberían podar.
De todas formas, no se ve. ¿Cómo podemos saber que está prohibido estacionarse?
Ahí está el disco.
Está bien, levánteme la infracción.

Entregamos los papeles, el policía se aleja con ellos, habla por su radio. Me pregunta si el coche está a mi nombre para que pueda yo pagarle ahí mismo. Saco mi tarjeta. La infracción es de alrededor de $300 pesos.

     —   A ver si pasa, me dice el policía.
     —   Sí pasa, no tiene por qué no.
     —    Es que ha estado lloviendo.
     —   ¿Y qué tiene que ver la lluvia, mientras haya saldo?
     —   Mmmm, pero su tarjeta es de chip.
     —   Como tienen que ser las tarjetas nuevas, por ley.
     —   Ahí está el detalle: mi máquina no lee el chip.
     —   Pero es la ley. El problema es de su máquina, no de mi tarjeta.
     —   No, no hay problema con la máquina. Sólo que no lee chip. Mire, no pasa. Nos la vamos a tener que llevar al corralón.
     —   Le pago con efectivo.
     —   No se puede aceptar efectivo. Sígame al corralón.
     —   Pero el problema es de ustedes, yo le estoy pagando la infracción y ustedes no tienen forma de cobrarme.
     —   En el corralón sí. Nomás que le vamos a cobrar el servicio de arrastre.
     —   ¡Pero es un servicio que no necesito y no tengo por qué pagar!

En el corralón, si el nombre de la tarjeta de circulación no corresponde al de la persona con cuya tarjeta se paga, hacen falta una carta poder, la factura del coche y la boleta de calificaciones de cuarto de primaria. El “servicio” de arrastre cuesta unos $500 pesos, adicionales a la infracción. En la media hora que estamos ahí llegan alrededor de 15 coches. No puede uno dejar de pensar que están tratando de obtener de los contribuyentes tantos fondos como sea posible, en los últimos meses del gobierno, para sostener otra campaña de seis años. O más plantones. U otros campamentos.

En la Ciudad de México, donde por una razón muy intrigante la gente tiende a pensar que tenemos un buen alcalde y un buen gobierno, pueden circular libremente los taxis piratas pero no los coches legales de otros estados que tienen mala suerte con la terminación de su placa. Pueden contaminar tranquilamente los microbuses, los camiones y hasta los metrobuses; pero detienen a quien se atreve, con el coche verificado, a circular por las calles con “calcomanía 2”. Los asesinos, secuestradores y extorsionadores no enfrentan obstáculos porque los policías sólo ven los “engomados” de la verificación. Uno se puede estacionar tranquilamente sobre las banquetas o estorbar en doble fila pero no pasarse un solo minuto del parquímetro.

Si uno tiene la mala suerte de vivir en una colonia que le desagrade al gobierno, el predial se puede triplicar de un mes al siguiente y la única respuesta que recibirá del GDF será “quién le manda vivir ahí”, y “¿sabe por qué se llaman impuestos? Porque se los imponen. Ahí hágale como quiera.” Pero el mismo gobierno no le toca un pelo al puesto de fritangas instalado sobre la misma banqueta, aunque impida la circulación de los peatones.

Cuando la inequidad en la aplicación de la ley es tan ubicua y tan patente, no puede uno menos que pensar en una traición por parte del gobierno para con los contribuyentes que lo sostienen y a quienes les debe por lo menos el mismo respeto que les manifiesta a los delincuentes y a los ilegales.

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