Casi homicidio
Estuve
a punto de morirme hace media hora. Asesinada, por un imbécil en un coche
deportivo que se pasó el alto para darse una vuelta prohibida en sentido
contrario, y que, cuando caí sobre su cofre, me gritó algo que, afortunadamente
para él, no entendí.
Lo que
más lamenté, después de asegurarme que no me había pasado nada, fue no haber
pateado el lado de su coche con más fuerza como para hacer daño. O haberle roto
un faro, un espejo, lo que sea. Porque el policía que estaba parado en la
esquina no hizo nada. Nada, ni el intento de tomar su placa ni de preguntarme a
mí si estaba bien. Es decir que, si yo no pude cobrarme el atentado por mi
cuenta, no podría ni soñar que la ley lo hiciera.
Tengo
una amiga que cargaba balines en su bolsa para aventárselos a los microbuses
que se pasaban los altos. Si hoy hubiera yo llevado algo pesado, muy
probablemente habría tratado de romperle el parabrisas. ¿Lo cuento con orgullo?
No, de ninguna manera. Y a ella siempre le dijimos que se estaba jugando la vida, porque el microbusero muy probablemente trataría de vengarse. Pero es la ley de la selva. Y, como es insufrible que la
violación sistemática de la ley no tenga consecuencias de ningún tipo, dan
ganas de cobrársela por cuenta propia. De la autoridad no se puede esperar
nada, por muchas cámaras que instalen.
Llevo
mucho tiempo pensando si se podrían tipificar, ahora que tanto tipifican nuestros ilustres diputados,
algunas de las violaciones al reglamento de tránsito como intentos de
homicidio. Lo de hoy lo fue claramente. Pero ¿qué habría pasado si el tipo
realmente me mata, si yo no alcanzo a brincar a tiempo, si me lanza contra
alguno de los coches que pasaban con el siga? Muy probablemente, nada. El
policía seguramente habría aceptado una mordida para hacerse de la vista gorda.
El tipo muy probablemente se habría ido a su casa sin problemas. Probablemente
me habrían echado a mí la culpa por no poner atención.
Porque
en esta ciudad hay que temer por nuestra vida cuando cruzamos las calles, por
el paso de peatones y con el siga; cuando caminamos por las banquetas y los
ciclistas deciden que ellos tienen la prioridad; cuando somos ciclistas y los
coches tienen mucha prisa.
Porque
no podemos soñar que el que nos haga daño, el que viola la ley, el que circula
sin luces, el que va hablando por celular, sufra el castigo que fija la ley.
Porque nuestra tan citada estadística del 99% de impunidad es probablemente
mucho más alta, si eso es matemáticamente posible, cuando contamos todos estos
incidentes que por poco nos cuestan la vida o la salud, todos los días.
La
ausencia de ley no se queda en vacío: la ausencia de ley se llena con
ilegalidad. Y México eso todavía no lo entiende, aunque lo suframos a diario.
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