Somos Todos

Thursday, August 23, 2012

Para andar por la ciudad


“Ya no les vamos a cobrar la tenencia en el DF.” Qué bien, menos mal, ya era hora.
“Pero tienen que cambiar de tarjeta de circulación, y este cambio tiene un costo.” Ah. ¿Y si no la cambiamos?
“No pueden verificar el coche. Y si no verifican, no pueden circular.”
El costo monetario es, en efecto, menor al de la tenencia. El horror de realizar el cambio, sin embargo, haría preferible haber pagado la tenencia original.
Llama uno a Locatel y le dicen qué documentos necesita, en original y dos copias:
Factura del coche.
Comprobante de domicilio (puede ser agua, luz, predial, teléfono pero sólo de Telmex –no las otras proveedoras de servicios de telefonía-).
Comprobantes de pago de todas las tenencias desde que se compró el coche. (Aunque, si el coche está verificado, quiere decir que se pagó la tenencia, pero las verificaciones no sirven).
Identificación oficial.
Va uno a la oficina asignada, y le dicen que no, que el recibo de la luz no sirve como comprobante de domicilio. Sin explicación. “Váyase y consígame otro para mañana”. No puede uno más que pensar que no les gusta, en el gobierno perredista de la ciudad, porque lo emite la CFE y no LyF. Pero si no tiene uno contrato con Telmex y si el predial no está a su nombre, si el del agua está a nombre del marido, ya no queda más (¿han tratado, por cierto, de cambiar el propietario de su casa, si se la compraron a una constructora? Inténtenlo un día que estén aburridos. Les da para varias semanas de diversión).
Regresa uno al día siguiente con un estado de cuenta del banco, temblando porque a lo mejor el banco no les gusta. No: está bien, el banco sí les gusta.
Hasta que ven el comprobante de la tenencia del 2009.
“Éste no le sirve. Vaya a que se lo certifiquen.” ¿Por qué no sirve? Tiene la cadena y el sello digitales del GDF. “Sí, pero lo emite el banco.” Claro: pagué en el portal del banco. “Por eso, necesita certificación.” Aquí está, es la cadena digital. “Eso no vale. Vaya a certificarlo.”
¿Quién puede argumentar contra esa lógica?
La certificación, por supuesto, después de otra cola interminable, cuesta. Para evitar que el burócrata se embolse nuestro dinero o lo use en otra campaña presidencial de seis años, pedimos una factura. “No, ésa sí se la quedo a deber”. ¿Por? “Porque no damos facturas.” Pero es dinero público que está usted cobrando a nombre del gobierno. “Pus sí, pero aquí nomás certificamos los pagos.” Y quiero una factura por el dinero que acaba usted de recibir por hacerme el servicio de certificarme el pago. “No, ya le dije que no damos facturas.”
Se va uno, aguantándose las ganas de golpearlo, sólo para darse cuenta de que ya cerraron la ventanilla del trámite original.
Día tres. Tramita, por fin, la tarjeta de circulación con chip, misma que el taxista (legal) le venía diciendo que no sirve de nada porque ya venden las falsas. Y que nadie hace nada porque ¿qué van a hacer?
Saliendo de la Delegación, busca uno un taxi legal. No hay. La última moda es pintarle un número cualquiera al espacio donde debería ir la placa. Los policías que están ahí parados no hacen nada. Es más, con toda probabilidad los policías no saben que esos coches que circulan por las calles con numeritos pintados son ilegales. ¿Tendrán tarjetas con chip?
Para cruzar la calle y llegar a la estación de metro, hay que rodear el coche desde cuya cajuela se venden tacos y quesadillas, y donde varios policías están comiendo. Dan ganas de pedirle al taquero su tarjeta de circulación.
Ya en la esquina, contiene uno la respiración en lo que se disipa la espesa nube negra que sale de un microbús que se acaba de pasar el alto. Frente a los policías y frente a la Delegación. ¿Traerá, él, tarjeta con chip? ¿Habrá verificado el microbús?
¿Por qué se empeña este gobierno tan plural y tan incluyente en seguir haciendo, de quienes estamos obligados a pagar todo lo que nos endilgan, ciudadanos de tercera clase cuya única función en el DF es pagar y callar? Si la idea de la verificación es no contaminar, ¿por qué son sólo los propietarios honestos de coches particulares los que deben verificar, por qué no los del transporte público? Y ya puestos en esto, ¿por qué se exime a los microbuseros y a los taxis pirata de las leyes de respetar los semáforos, prender las luces cuando es de noche, no pararse en doble fila a esperar pasaje, etc.? Es un incentivo muy perverso constatar a diario que la ilegalidad, todas las ilegalidades, se premian y que el costo de la legalidad es mucho mayor.

Tuesday, August 14, 2012

Sor Juana


De pobreza, obediencia y castidad fueron mis votos.
Si los cuatro mil volúmenes de biblioteca que me acompañaron en el convento, si mi pasado como dama de compañía de la virreina, si mi alcurnia contradicen al primer voto, no se considere pecaminoso porque fueron todos heredados.
Si mi respuesta a Sor Filotea, defensa temprana de los derechos culturales de la mujer; y si mi querella con el jesuita Vieyra, donde alegué la existencia de límites entre el amor humano y el divino, constituyeron actos de desobediencia, considérese ésta expiada con el castigo que me fue impuesto: la venta de mi biblioteca al final de mi vida y el alejamiento para siempre de las “letras profanas”.
Y si este amoroso tormento que me lleva el alma, dejándome el sentimiento, y que me tiene en dos partes dividida […] el alma en confusión: una, esclava a la pasión, y otra, a la razón medida; si la evidencia en mi poesía de los crueles tormentos de mis amores desbordados constituye un desafío al terrible voto de castidad, por lo menos finjamos que soy feliz […] un rato; quizá podréis persuadirme, aunque yo sé lo contrario. Porque es amarte un delito de que nunca me arrepiento.
Las monjas nos paseamos por los vastos patios de piedra volcánica, y para no sentirnos menos que nuestros visitantes, casi todos ellos nobles y adinerados, nuestros hábitos son tan lujosos como los vestidos de la corte. Alrededor de la gran fuente central, al uso de los más elegantes edificios coloniales, ventilamos los jugosos rumores del momento. Y cuando ya no puedo más, cuando necesito leer, me encierro en mi celda, si es que así se le puede llamar a mi biblioteca de varias piezas, atestada de instrumentos científicos y musicales, único solaz en mi vida de encierro: Sírvame el entendimiento alguna vez de descanso, y no siempre esté el ingenio con el provecho encontrado.
Pero flotando entre los rezos, alentada por las visitas, soñada en el encierro aparece una idea de amor, una idea lasciva, y por lo tanto pecaminosa para el escritorio de una monja. Contra los votos jurados, contra todas las prohibiciones, contra la vigilancia de las hermanas y de los obispos, meto mi pluma en el tintero y pesco un verso de amor.
El verso se sacude la oscuridad de la tinta y se pone a retozar por las páginas, salpicándolas de todos los colores y de todos los atrevimientos que me prohíben mi sexo y mi profesión. ¿Pero qué fue primero, el verso o el sentimiento? Como si en la solución a este enigma fuera a hallar la cura para la angustia que de pronto me invade, me pongo a buscar la respuesta entre mis libros. No encuentro nada más que palabras. Como un náufrago frente a la tierra, pero abrasándome con el calor de la idea que respiro, me doy cuenta de que la respuesta está contenida en el domingo, y que ese domingo son todos los domingos del mundo.
Él viene a misa, a ver a alguna de mis hermanas, y sé que siempre lo he amado sin reconocerlo. Pero, valor, corazón, porque en tan dulce tormento, en medio de cualquier suerte no dejar de amar protesto. Ya no me sirve de esta vida que poseo, sino de condición sola necesaria al sentimiento.
Y viviré mis días de encierro, días de monja, queriendo querer más, sabiendo que no debo, y esperando saber más, sabiendo que no puedo: Si para vivir tan poco, ¿de qué sirve saber tanto? ¡Oh, si como hay de saber hubiera algún seminario o escuela donde a ignorar se enseñaran los trabajos!