Traición en la aplicación de la ley
Sábado en la tarde, en una adormilada
callecita donde hay dos o tres coches estacionados. Llega la grúa y engancha a
su víctima. Corremos a rescatar el coche, aclarando que no estamos mal
estacionados.
—Hay un disco
de no estacionarse.
—¿Dónde?
—Ahí, atrás del
árbol.
—Pero no se ve.
—Eso es de la
Delegación. Deberían podar.
—De todas
formas, no se ve. ¿Cómo podemos saber que está prohibido estacionarse?
—Ahí está el
disco.
—Está bien,
levánteme la infracción.
Entregamos los
papeles, el policía se aleja con ellos, habla por su radio. Me pregunta si el
coche está a mi nombre para que pueda yo pagarle ahí mismo. Saco mi tarjeta. La
infracción es de alrededor de $300 pesos.
—
A ver si pasa, me dice el
policía.
—
Sí pasa, no tiene por qué no.
— Es que ha estado lloviendo.
—
¿Y qué tiene que ver la
lluvia, mientras haya saldo?
—
Mmmm, pero su tarjeta es de
chip.
—
Como tienen que ser las
tarjetas nuevas, por ley.
—
Ahí está el detalle: mi
máquina no lee el chip.
—
Pero es la ley. El problema
es de su máquina, no de mi tarjeta.
—
No, no hay problema con la
máquina. Sólo que no lee chip. Mire, no pasa. Nos la vamos a tener que llevar
al corralón.
—
Le pago con efectivo.
—
No se puede aceptar efectivo.
Sígame al corralón.
—
Pero el problema es de
ustedes, yo le estoy pagando la infracción y ustedes no tienen forma de
cobrarme.
—
En el corralón sí. Nomás que
le vamos a cobrar el servicio de arrastre.
—
¡Pero es un servicio que no
necesito y no tengo por qué pagar!
En el
corralón, si el nombre de la tarjeta de circulación no corresponde al de la
persona con cuya tarjeta se paga, hacen falta una carta poder, la factura del
coche y la boleta de calificaciones de cuarto de primaria. El “servicio” de
arrastre cuesta unos $500 pesos, adicionales a la infracción. En la media hora que estamos ahí llegan
alrededor de 15 coches. No puede uno dejar de pensar que están tratando de
obtener de los contribuyentes tantos fondos como sea posible, en los últimos
meses del gobierno, para sostener otra campaña de seis años. O más plantones. U
otros campamentos.
En la Ciudad
de México, donde por una razón muy intrigante la gente tiende a pensar que
tenemos un buen alcalde y un buen gobierno, pueden circular libremente los
taxis piratas pero no los coches legales de otros estados que tienen mala
suerte con la terminación de su placa. Pueden contaminar tranquilamente los
microbuses, los camiones y hasta los metrobuses; pero detienen a quien se
atreve, con el coche verificado, a circular por las calles con “calcomanía 2”.
Los asesinos, secuestradores y extorsionadores no enfrentan obstáculos porque
los policías sólo ven los “engomados” de la verificación. Uno se puede
estacionar tranquilamente sobre las banquetas o estorbar en doble fila pero no
pasarse un solo minuto del parquímetro.
Si uno tiene
la mala suerte de vivir en una colonia que le desagrade al gobierno, el predial
se puede triplicar de un mes al siguiente y la única respuesta que recibirá del
GDF será “quién le manda vivir ahí”, y “¿sabe por qué se llaman impuestos?
Porque se los imponen. Ahí hágale como quiera.” Pero el mismo gobierno no le
toca un pelo al puesto de fritangas instalado sobre la misma banqueta, aunque
impida la circulación de los peatones.
Cuando la
inequidad en la aplicación de la ley es tan ubicua y tan patente, no puede uno
menos que pensar en una traición por parte del gobierno para con los
contribuyentes que lo sostienen y a quienes les debe por lo menos el mismo
respeto que les manifiesta a los delincuentes y a los ilegales.